Las cartas portulanas, entre lo útil y lo bello

Mónica Cobeta Abad.- A lo largo de la Edad Media,  la cartografía alcanzó un gran desarrollo gracias a los portulanos, las primeras cartas de navegación que se pueden considerar náuticas y que hicieron posible el uso de la brújula. Aparecen en el siglo XIII y continúan elaborándose en sucesivas centurias, incluso muy avanzada la Edad Moderna, aunque tienen su momento de esplendor durante los siglos XIV y XV. Se trata de obras pictóricas cartográficas con un marcado valor ornamental, pasando a convertirse en un bien codiciado, obsequio de reyes y príncipes. Para los marinos eran verdaderos tesoros, siempre mantenidos en secreto, no sólo porque su empleo hacía posible arribar al lugar de destino, sino porque en ellos se anotaban los nuevos descubrimientos y correcciones que se realizaban durante la travesía. Antes que permitir su captura por un extraño, incluso se prefería su destrucción.

Las cartas portulanas se debaten entre el mapa como obra de arte y el mapa como instrumento. Se dibujaban sobre una vitela o pergamino muy fino, empleando la piel entera de un cordero o ternero con el cuello del animal hacia la izquierda, salvo en la Carta Pisana. Preparadas fundamentalmente para marinos, muchas de ellas adoptan forma de atlas, combinándose de 4 a 12 mapas. Tuvieron una amplia difusión, a pesar de que su dibujo era manual, lento y costoso, con multitud de figuras. En los contornos terrestres se dibujaban ciudades, banderas, animales, plantas, y, en el mar, rosas de los vientos, barcos o monstruos marinos. Se construían por rumbos de brújula y las distancias se determinaban a "ojo de un buen marino”. La toponimia, esencialmente costera, se plasma mediante los colores rojo y negro, rotulándose perpendicularmente a la línea de la costa, lo que facilitaba su lectura seguida, girando el mapa. La clave es el uso de las coordenadas polares con varios orígenes, es decir, la determinación de la situación del barco y su derrota por rumbo y distancia a partir de puntos centrados. Sus autores prescindían del concepto de latitud, construyendo una proyección donde dibujaban rosas de vientos referidas al Norte magnético, al que van dirigidas las flechas de las distintas rosas náuticas dibujadas en cada carta, señaladas con ornamentación especial. Desde finales del siglo XIV, se grafía una flor de lis para señalar el Norte. En las españolas se incorporaba alguna imagen religiosa, mientras que las portuguesas tenían decoración más exuberante y variada. Su característica trama era la red de líneas de rumbos o “vientos” que las cruzan en todas direcciones, formando una “tela de araña” y una escala lineal o “tronco de leguas” que permitía medir distancias, de manera que la precisión alcanzada, con métodos aparentemente toscos, fue asombrosa.

La cartografía portulana tuvo su origen en el Mediterráneo, como respuesta a la necesidad de un progreso mercantil y técnico que la sociedad, en acelerado progreso, demandaba. Su utilidad fue contrastada de inmediato y su empleo se extendió de tal manera que Pedro II de Aragón ordenó llevar en sus naves dos cartas náuticas. Probablemente los ejemplares conservados no llegaran a navegar, siendo concebidos con el fin de permanecer en bibliotecas y archivos oficiales, ya que su deterioro o desaparición hubiera sido inevitable. Los centros de producción de estos portulanos coinciden con los puertos más activos del Mediterráneo Occidental. Se conservan unos cincuenta anteriores al descubrimiento de América, de dos docenas de autores identificados, y todos tienen en común el hecho de ser considerados obras de arte. Mallorca, junto con Génova y Venecia fueron sus centros de estudio y producción más relevantes.


La carta más antigua que se conserva, es la llamada La Pisana (1300). En ella se representan de forma bastante exacta el Mediterráneo y las costas euroafricanas del Atlántico, desde Marruecos hasta las Islas Británicas. A ésta le siguen el Atlas de Tammar Luxoro, la carta de Giovanni de Carignani y la de Petrus Vesconte (1311), junto con sus atlas de 1312, 1318 y 1320 en Génova. Angelino Dulcert realizó en 1339 la primera carta portulana mallorquina. La novedad de la cartografía mallorquina son las cartas náutico-geográficas, todas ellas con una estilista común  en la representación de ciertos accidentes y zonas geográficas que superó a todas las conocidas hasta la fecha, lo que propició que su técnica y estilística crearan escuela e influyesen en la cartografía italiana.

La obra cumbre de las cartas portulanas mallorquinas es el Atlas de Abraham Cresques, de 1375, conservado en la Biblioteca Nacional de París. Este autor era un judío mallorquín que trabajó al servicio de Pedro IV de Aragón, ayudado por su hijo Jafuda. El título del Atlas es Mapamundi, es decir, mapa del mundo y de las regiones de la Tierra con los varios pueblos que la habitan. Fue confeccionado a petición del infante Don Juan y lo forman doce hojas sobre tablas unidas unas a otras por pergamino, y en disposición de biombo. Las cuatro primeras se llenan con textos y tablas geográficas, astronómicas  y calendarios. En esta misma escuela mallorquina destaca la obra de Guillermo Soler en el siglo XIV, que cultiva los dos estilos, la carta náutica y la náutica-geográfica. En el siglo XV destacan el mallorquín Viladestes (1413), los italianos Giroldis, Versi, Battista, Beccario, Bianco, Canepa y los hermanos Benincasa, naturales de Ancona, entre 1422 y 1448. De 1439 data la famosa carta náutica del mallorquín Gabriel Vallseca, notable por su primor de ejecución y animados detalles pintorescos, que se conserva en el Museo Marítimo de Barcelona.

A partir de aquí, la belleza sobresaliente de los portulanos medievales fue desvaneciéndose con la llegada de la imprenta y el grabado, aunque su influencia llegó a ser universal.