La perdida evidencia del facsímil

Carla Manzano.- Según escribe Manfred Kramer en "The History and Technique of the Facsimile", el concepto de facsímil aúna dos impulsos fundamentales: por un lado, el entusiasmo y la fascinación por el libro antiguo y, por otro, las ventajas que proporcionan las más modernas técnicas de impresión y encuadernación (las cuales, por otro lado, no tienen por qué estar reñidas con cierto espíritu artesanal). Esta aleación entre lo viejo y lo nuevo permite tener entre las manos materiales extremadamente raros, como puede ser un códice medieval o un atlas renacentista, que de otra manera permanecerían detrás de una vitrina, cerrados bajo siete llaves.

Siempre de acuerdo con este autor, el primer facsímil de la historia fue un manuscrito titulado Die Goldene Bulle (La bula de oro), que fue reproducido en 1697 en Frankfurt por Heinrich Günther Thülemeyer y Johann Friedrich Fleischer. Esta obra era un compendio de las leyes sucesorias más importantes del Sacro Imperio Romano y su creación se remontaba al año 1356; en él se fijaba justamente Frankfurt como lugar donde se celebraba la elección del Rey de los Romanos. Los autores de este primer facsímil de la historia trataron de reproducir, con los medios disponibles en su época, todos los detalles del original.

De todos modos, el deseo de crear réplicas a partir de una obra admirada del pasado se remonta a mucho tiempo atrás, y no se limitaba al ámbito de los libros. Los patricios romanos se procuraban imitaciones de sus amadas estatuas griegas para decorar los salones de sus palacios. En plena Edad Media, los amanuenses recurrían a ciertas formas de "plagio" de códices en boga para iluminar sus propios manuscritos, pergeñando así una suerte de facsímil vergonzante. Incluso en los albores de la imprenta moderna, los llamados "libros xilográficos" (block books, en inglés) emularon con frecuencia muchos de los elementos gráficos utilizados en dichos manuscritos, aunque su pretensión era, lógicamente, la de producir más de un ejemplar de cada título... Entre los títulos surgidos en esta época se encuentran un Apocalipsis del siglo XV y la Biblia pauperum, editada en 1470 en Alemania.

Debemos esperar hasta el siglo XVII para encontrarnos con un auténtico proyecto editorial cercano al espíritu facsimilar, y no se debió al amor deparado a un original único, sino a la voluntad de preservar libros de especial valor frente a los embates del tiempo y los agentes destructores. En 1642, se intentó crear una réplica de las miniaturas del Vergilius Vaticanus (Vat. lat. 3225) mediante grabados en cobre. Dicha obra era un manuscrito romano, datado en torno al siglo V d.C., que incluía fragmentos de la Eneida y las Geórgicas de Virgilio. Otro de los conatos de facsímil que se produjo algo más tarde fue, en 1701, las miniaturas incluidas en la edición de las Leges Palatinae del rey Jaime III de Mallorca, redactadas en Palma en 1337.


El acontecimiento decisivo en la historia del libro se produjo en el siglo XIX, con la aplicación de las técnicas fotográficas en el ámbito de la reproducción editorial. Asimismo, el desarrollo de la litografía como proceso de impresión y su evolución en el calotipo, permitieron la implementación en el mismo de los medios tonos, con lo cual se abría la primera puerta para el advenimiento del facsímil en el sentido moderno del término. Sin estas innovaciones, el moderno proceso del offset habría sido impensable.

Bien, llegamos pues al centro mismo de nuestra exposición: ¿qué es, pues, un facsímil? Una edición facsímil es aquella que reproduce, mediante técnicas fotomecánicas, un original único, reproduciendo con la mayor fidelidad posible (fac-simile: hecho igual, en latín) tanto sus aspectos internos como externos, garantizando la protección y pervivencia del modelo de partida y permitiendo el acceso a él tanto para fines científicos como artísticos y de disfrute personal. En este sentido, un facsímil debe estar en disposición de actuar como auténtico sucedáneo del original a efectos de investigación y bibliofilia.

De acuerdo con Kramer, un facsímil no es un reimpresión, sino una primera edición en sí misma, por lo que no puede limitarse a reproducir una parte de un manuscrito, o elementos ornamentales aislados, sino que debe obedecer a criterios de totalidad y completud. Asimismo, debe reproducir las tonalidades del original, la encuadernación y, en la medida de lo posible, incluso aquellos elementos que, por motivos obvios, hoy en día ya no están a nuestro alcance (caso del pergamino como soporte base).

En definitiva, en la esencia del facsímil está el ser una obra original en sí misma, aunque inspirada directa y absolutamente por un original venerado y venerable. Por ello resulta chocante, cuando no alarmante, que dicho concepto se haya visto sometido a tantos y tan desmedidos abusos a lo largo de los últimos años, y aun en la actualidad. No es raro, por ejemplo, encontrar en los zocos virtuales "editores" de dudosa calaña moral que comercializan "facsímiles" de códices medievales impresos en... papel satinado. Dichos productos incurren, directamente, en publicidad engañosa: ¿se imaginan que en una tienda nos ofreciesen queso tierno como si fuese curado, o vino joven etiquetado como un Gran Reserva? Y si algo así resultaría escandaloso para un comprador medianamente sensato, cuesta entender por qué sigue dándose en un ámbito en el que la cultura y la formación se le supone al usuario...